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22 Agosto 2016

"Caterine en el salto triple y Yuri en yudo, Óscar en las pesas y Yuberjen en el boxeo, campeones sobre la exclusión, la desigualdad y la violencia, nos envuelven en la fiesta de ser colombianos, y con su gesto generoso no regalan la reconciliación y, sin decirlo, nos invitan al perdón que nosotros no nos atrevemos a pedirnos ni a ofrecernos", escribe Francisco de Roux, jesuita colombiano, en artículo publicado por Jesuitas.org, 18-08-2016. 

Vea el artículo aquí.

Los medallistas colombianos en los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro son hasta la fecha afros. Caterine Ibargüen y Óscar Figueroa con oro, Yuri Alvear y Yuberjen Martínez con plata. Negras y negros que celebran entre risas y lágrimas el orgullo de ser colombianos. Nacidos entre nosotros, pero no en la comodidad y el cuidado de los hospitales y clínicas de las ciudades, sino en viviendas modestas de Apartadó, Zaragoza, Jamundí y Chigorodó.

Al subir al pódium compartieron las preseas con nosotros sus compatriotas, y dieron testimonio de la fe sencilla que los sostiene en la lucha por superar los propios límites y que los hace agradecidos por el acontecimiento de Dios en sus propias vidas.

Las medallas son como flores de loto sobre la realidad cruda del pantano de su historia étnica. Sus antepasados conocieron el horror de los barcos de esclavos, la barbarie de ser mercadeados como fuerza de trabajo, la separación forzada de sus hijos e hijas, la violencia del látigo y las jornadas extenuantes de las minas y las plantaciones.

En los últimos cien años sus abuelos, reconocidos ya como ciudadanos, aguantaron la exclusión racista de las mayorías mestizas y el desprecio torpe de la minoría blanca que se cree europea; dos actitudes, generalizadas en Colombia, que apenas hace pocas décadas empezaron a ceder, ante la creatividad irresistible de la cultura, la inteligencia, la belleza y la energía deportiva de los afros.

Todas sus comunidades vivieron y viven el abandono del Estado y de la sociedad que los arrinconó contra la costa del Pacífico, en territorios que les habían servido de palenques para reconquistar la libertad y la dignidad, y donde la fertilidad descomunal de la selva fue cruzada por la barbarie de nuestra crisis humanitaria desde Tumaco hasta el Urabá antioqueño.

Cuando eran niños y niñas, sus familias, en una u otra forma, sufrieron el impacto de las 1.904 masacres que nosotros vimos en televisión como si fuéramos espectadores de cine del terrible conflicto armado interno del que todavía nos consideramos inocentes y ajenos. Los lugares donde nacieron y por donde pasaron antes de encontrar apoyo institucional en Medellín y Cali están en los relatos rigurosos de memoria histórica de Gonzalo Sánchez y su equipo académico. Esos lugares forman parte de los pueblos y vecindarios de masacres colectivas y salvajes, de las cuales 1.166 fueron hechas por los paramilitares, 343 por la guerrilla, 295 por las fuerzas del Estado y 100 por desconocidos, en escenario en que todos los actores armados se enloquecieron en la guerra. Y paradójicamente, tanto terror empujó los desplazamientos y crisis familiares que llevaron a nuestros medallistas a terminar en las grandes ligas del atletismo.

Ellas y ellos son la raza de tradiciones amables con el medioambiente que, no obstante los derechos territoriales dados por la Constitución del 91, ha visto romper sus bosques milenarios por concesiones a la gran minería nacional e internacional, y sufrido la destrucción y contaminación de los ríos por las retroexcavadoras criminales apoyadas por las ‘bacrim’, el narcotráfico y la guerrilla. Por eso, con el dolor de siglos de violencia, llevan en el alma la pena de la agresión irreversible contra su territorio, que hoy se manifiesta en las cuencas envenenadas con mercurio y en la desaparición de las riquísimas subiendas de peces que años atrás eran típicas del Atrato.

Caterine en el salto triple y Yuri en yudo, Óscar en las pesas y Yuberjen en el boxeo, campeones sobre la exclusión, la desigualdad y la violencia, nos envuelven en la fiesta de ser colombianos, y con su gesto generoso no regalan la reconciliación y, sin decirlo, nos invitan al perdón que nosotros no nos atrevemos a pedirnos ni a ofrecernos.

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