29 Março 2016
Xabier Etxeberria Mauleon analiza el nazismo y el actual jihadismo como expresiones sacrificiales. A partir de las filosofías de Kant, Kierkegaard, Lévinas y Girard, examina el origen de esas prácticas en nuestra sociedad.
“En su expresión más estricta, teniendo presente la referencia universal de los derechos humanos, tenemos que decir que la práctica del sacrificio es práctica de barbarie. De todos modos, sigue siendo una realidad. De forma explícita, cuando se mata en nombre de Dios, para agradarle y obtener su favor y la salvación. En un contexto de secularización, nos situamos en esa misma dinámica perversa cuando matamos en nombre de la patria o de otro referente humano sacralizado”. La reflexión es de Xabier Etxeberria Mauleon en entrevista concedida por e-mail al IHU On-Line.
Según él: “La barbarie nazi puede ser interpretada como una inmensa práctica sacrificial, con el pueblo judío y otros colectivos como chivo expiatorio al servicio del ideal sacralizado de la pureza racial. Pensando concretamente en las violencias terroristas, se constata que resulta más fácil sacrificar al chivo expiatorio cuando estamos dispuestos a sacrificarnos, a arriesgar la vida o inclusive entregarla en el atentado por medio del cual matamos; además, nunca el sacrificio de la propia vida justifica sacrificar la vida de otros”.
A partir del análisis kantiano, Etxeberria concluye que “debemos cuestionar toda fe que exige que se practique la injusticia, tal como nos es mostrada, según los criterios de la recta y pura razón”. La lógica sacrificial que nortea el funcionamiento de los mercados financieros globalizados también es objeto de examen por el filósofo español. Para él, tales instituciones “funcionan en la práctica como un Dios a quien son ofrecidos enormes sacrificios con vidas humanas, en forma de muertes y de pobreza severa que suceden debido al funcionamiento propio y acepto”.
Xabier Etxeberria Mauleon es español, profesor emérito de la Universidad de Deusto – España y doctor en Filosofía por la misma universidad. Entre sus publicaciones están La educación para la paz reconfigurada. La perspectiva de las víctimas (Madri: Ed. Catarata, 2013) y La construcción de la memoria social: el lugar de las víctimas (Santiago de Chile: Museo de la Memoria y los Derechos Humanos, 2013).
*La entrevista fue originalmente publicada en portugués en la Revista IHU On-Line, nº. 479, de 21-12-2015.
Vea la entrevista.
IHU On-Line - Sabemos que usted dio un seminario en la Universidad de Deusto (Bilbao, España) sobre “El sacrificio de Isaac en Kant, Kierkegaard y Levinas” y nos ha parecido sugerente volver sobre él, tanto por el tema en sí como por lo que puede significar el sacrificio en nuestra sociedad. ¿Qué le impulsó a ofrecer el seminario?
Xabier Etxeberria Mauleon - Hace ya unos dieciocho años que lo impartí, en el formato de curso de doctorado en filosofía. En aquel momento no capté toda su relevancia. Lo diseñé porque percibí que el análisis de las interpretaciones contrapuestas del relato bíblico por parte de esos tres autores iba a permitir ejemplificar con mucha plasticidad y riqueza la complejidad del acercamiento hermenéutico a una ética no fundada en la fe religiosa pero abierta a su confrontación con ella.
En años posteriores a la realización del seminario fui descubriendo que, especialmente la propuesta de Kierkegaard, era un estímulo con el que se iban confrontando diversos pensadores, enriqueciendo el proceso de interpretación. Ya lo había hecho Buber, y lo irán haciendo también bastantes más, entre los que quiero destacar a Derrida. Pero, además, interesado como estaba por el problema de la violencia social, fui haciéndome cargo de que el tema del sacrificio como tal, desbordando su focalización en el sacrificio de Isaac, era de gran relevancia ético-política. Ello me empujó a dialogar con otros pensadores y sus respectivos enfoques, entre los que tengo que resaltar a Girard. Dejé luego durante un tiempo el tema, pero en estos últimos años un dramático fenómeno, el del terrorismo de alcance global en su expresión yihadista, que se auto-remite expresamente a dinámicas sacrificiales, nos lo ha vuelto a poner a todos de trágica actualidad.
IHU On-Line - Señala usted pensadores y circunstancias sociales en torno al sacrificio que merecen una gran atención y que nos gustaría abordar en esta entrevista. Con un criterio cronológico, podría comenzar indicándonos cuál es el corazón de la interpretación que Kant hace del sacrificio de Isaac.
Xabier Etxeberria Mauleon - Al menos con mirada occidental, es conveniente, en efecto, comenzar con Kant. Podríamos decir que Kant es la claridad. Aunque quizá haya que añadir la “excesiva” claridad, que puede acabar suponiendo no abordaje de la complejidad. Se remite al sacrificio de Isaac en su obra La religión dentro de los límites de la mera razón, título que ya nos ofrece el marco de referencia para su planteamiento. Esa mera razón nos propone una ética que se expresa en preceptos universalizables que dejan de lado nuestros intereses y emociones, tanto a la hora de formularlos como de cumplirlos.
Entre ellos está el de “no matarás”. En el relato bíblico, Dios le pide a Abraham que viole el precepto, que sacrifique a su hijo. En la lógica kantiana acto es en sí sumamente injusto; no porque Abraham ame muchísimo a su hijo, no porque esté viviendo en él la promesa y la esperanza de una gran descendencia. Solo y estrictamente porque es inmoral matar a un inocente. Hablar de sacrificio es solo un modo de camuflar lo que de verdad es, asesinato.
¿Cómo debió reaccionar Abraham cuando pensó que Dios le ordenaba un acto así? Según Kant, poniendo bajo fuerte sospecha que era a Dios a quien escuchaba en esa voz interior que le pedía sacrificar a Isaac. Lo cual le habría llevado a la conclusión de que es en sí inconcebible un Dios que expresa un mandato como ese, que no solo no es universalizable, sino que además es contradictorio con uno que sí lo es. De este análisis kantiano se desprende una conclusión: debemos cuestionar toda fe que reclama que se practique la injusticia tal como se nos muestra según los criterios de la recta y pura razón.
Dejando aquí de lado el hecho de que la interpretación kantiana no considera los contextos histórico-culturales del relato, la conclusión a la que aboca se nos presenta en principio muy positiva. Condena éticamente toda vivencia religiosa que se escuda en la fe para matar, para sacrificar, por la razón que sea, que presupone mandatos divinos que permiten violar, con pretensión de justificación, la dignidad que todo ser humano tiene en cuanto humano. Esta razón ética no veta en sí la fe, pero le pone una condición de legitimidad cívica e incluso de autenticidad: la de no considerar como sacrificio a la divinidad lo que es asesinato.
¿Supone esto una especie de soberbia frente a Dios, desde la que se le dicta cómo tiene que ser, o es más bien una purificación de nuestra escucha de su voz? En el caso del creyente puede imponerse una especie de relación dialéctica: debe escuchar a la razón ética para que su fe no sea fanática y, a su vez, debe escuchar a su fe para que su razón no tenga la dura soberbia del dogmatismo de sus planteamientos. Pero, pensando en la vida cívica, el creyente tiene que abogar por un consenso ciudadano sobre lo permitido que ninguna fe debe quebrantar. En este consenso hay que reconocer como sólidamente asentado que no se debe sacrificar a nadie en nombre de un Dios. Que el sacrificio concebido como el dar muerte a alguien en ofrenda a Dios, debe ser desterrado.
Como sabemos, el “no matarás” no es para Kant un precepto absoluto. A veces se impone, nos dice, el “matarás”. Es lo que debe hacer la justicia penal ante el asesino. Tiene que asignarle la pena de muerte. Solo porque ha delinquido y para restituir el orden jurídico que quebró con su delito. La justicia se define en sí por la igualdad retributiva proporcional (el fiel de la balanza, la ley del talión) y debe ser cumplida. La rigurosidad pide que la pena se dicte y cumpla sin tener presente el bien de la sociedad, ni siquiera el del penado, porque sería tratar a este como puro medio. Y pide también que se releguen todos los sentimientos, especialmente y en direcciones opuestas, los de compasión o venganza.
No entro aquí a discutir la propuesta penal kantiana porque me llevaría demasiado lejos. Simplemente quiero relacionarla con la cuestión del sacrificio. Con las condiciones que pone a la pena de muerte, Kant pretende sacar a esta de la lógica sacrificial, pero a costa de ignorar lo que no puede ignorarse: nuestra condición constitutiva de seres con afectos, que pide que los integremos purificadamente en la ética, no que los ignoremos. Desde esa condición no podemos dejar de considerar que los condenados a muerte, sobre todo por delitos que producen “alarma social”, van a cumplir también la función de “chivos expiatorios”, con trasfondos de dinámicas sacrificiales, para amplios sectores de la población.
Es algo que destaca muy marcadamente Girard cuando, quizá con cierta unilateraliad, concibe el sistema judicial como sustitución secular de los ritos sacrificiales expresos en su función de frenar la violencia. Es decir, lo sacrificial no se evapora tan fácilmente. De hecho, y por lo que se refiere al castigo por los delitos, solo nos hace salir de ello el enfoque restaurativo de la justicia.
IHU On-Line - ¿Podría decirse que Kierkegaard se enfrenta a esta interpretación kantiana del sacrificio de Isaac?
Xabier Etxeberria Mauleon - Se enfrenta decisivamente, en su obra Temor y temblor. Sobre la base de que en Kierkegaard tanto el enfoque ético como el religioso, como especialmente, su interrelación son diferentes, por no decir opuestos a los kantianos. Y es precisamente la figura de Abraham la que nos los desvela. Abraham, nos dice este autor, no se plantea un deber universalizable, una ética. Desde su fe, se autopercibe en su singularidad radical ante Dios, a quien ama, en quien confía. Y lo que este le plantea, sacrificar a su hijo, supone para él la “suspensión de la ética” con su mandato de “no matarás”, y la correspondiente priorización de la fe. Suspende en concreto tanto la moralidad kantiana de lo general, con sus dictados racionales universales, como la eticidad hegeliana que remite a los ámbitos institucionales que garantizan la libertad de todos.
Como creyente, está por encima de ellas, pero no por soberbia ni autosuficiencia, sino porque percibe un deber absoluto para con Dios, que le relaciona absolutamente con el absoluto. Desde la lógica racional esto le sitúa en el absurdo; pero el absurdo es connatural a la dinámica de la fe, la que tiene Abraham. Este no entiende nada; precisamente por eso lo que hace lo hace desde su fe, solo porque cree. La fe comienza donde la razón, y por tanto su ética, queda en suspenso; cualquier racionalización justificatoria o clarificatoria la hace desaparecer.
Kierkegaard aclara la vivencia abrahámica sacrifical comparándola con el sacrificio de Ifigenia por parte de Agamenón. Este también quiere muchísimo a su hija, pero entiende que es sacrificándola como logrará el favor de los dioses y el bien de su ciudad. En él está el aliento de un deber superior –sacrificar a su hija- que se impone al deber normal –protegerla de la muerte- pero mediando un análisis racional de las consecuencias, una expectativa de que será alabado por todos por ello, de que todos verán en ello la realización de lo general.
Frente a este “héroe trágico”, con moral trágica, el “caballero de la fe”, Abraham, no sabe nada, está en silencio, no calcula nada, no busca ningún bien para él ni para su pueblo, no se plantea un deber superior, sino un deber absoluto. Y con “temor y temblor”, se dispone a cumplir lo que le pide la voz de Dios: “heme aquí”, dispuesto a acabar con lo que más quiero en el mundo, con la razón de mi esperanza, con lo insustituible para mí. Sacrificando al hijo, se sacrifica también él (repárese en que se dice tanto “sacrificio de Isaac” como “sacrificio de Abraham”). Entre los cananeos no era extraño sacrificar al hijo primogénito para contener la ira divina, pero en Abraham toda perspectiva de protección divina y de recompensa, de cálculo, está ausente.
De todos modos, hay algo que el caballero de la fe parece no tener suficientemente presente. Por más que se sacrifique vivencialmente él, al disponerse a sacrificar a su hijo asume que puede ser su deber darle muerte, imponérsela. La peligrosísima amenaza de “matar por lo que pide la fe”, de morir sacrificialmente porque así se mata mejor –lógica terrorista actual-, se muestra latente a este planteamiento. ¿Preludia la postura de Abraham estas opciones? ¿Las favorece la interpretación de Kierkegaard?
Hay diversos autores que creen que sí. Otros, en cambio, como Laura Llevadot, que ha estudiado a fondo este tema, piensan que no. Hay a este respecto un aspecto que esta autora resalta de la interpretación de Kierkegaard. Para este, Abraham hace un doble movimiento en fe: renunciar a lo que más ama en el mundo, a Isaac, y creer “en virtud del absurdo” que a pesar de todo, lo sacrificado le será devuelto, aunque no sepa cómo, aunque esté en la oscuridad total.
En este movimiento hay un aliento fundamental de vida, no de muerte. Aunque podemos preguntarnos: ¿no se estimula a pesar de todo, más allá de la intención de Kierkegaard, que la ética compartida del convivir, la que bloquea todos los fanatismos, pueda quedar no solo marginada sino deslegitimada desde mandatos que se considera provienen del mismo Dios?
IHU On-Line - Habrá que volver a esta cuestión. Pero sería bueno continuar antes con la exposición panorámica de todas las interpretaciones del sacrificio de Isaac. ¿Qué piensa Levinas de las consideraciones de Kierkegaard?
Xabier Etxeberria Mauleon - Tiene un momento de comprensión y otro de crítica. Le convence que oponga la singularidad irreductible de la persona, ejemplificada en Abraham, tanto al individuo nouménico kantiano que formula la moralidad desde la pura razón, como a la eticidad hegeliana inclusiva de la moral social común y los preceptos del Estado plasmados en sus instituciones. Pero se distancia de él en que, según Levinas, Kierkegaard percibe esa singularidad en formas tales que la separan de la relación ética con los otros.
En el relato de Abraham se percibe, en efecto, una total soledad, una total ausencia de comunicación (con Sara, con su hijo…), y eso Kierkegaard lo incorpora al talante propio del “caballero de la fe”. Esto, como sabemos, choca contra la concepción ética de Levinas, inspirada también en el “heme aquí” bíblico, pero un heme aquí que, además de serlo ante Dios para el creyente, lo es decisivamente ante el Otro, el cual nos llama a una responsabilidad antecedente a nuestras decisiones libres, una responsabilidad que marca las pautas de nuestra libertad.
Esta soledad de la individualidad le asusta a Levinas, ya que la percibe muy próxima a la violencia. Porque el violento, nos dice, actúa como si estuviese solo, como si los demás estuviesen condenados únicamente a recibir el impacto de su acción. Puede discutírsele si esto es así, si en las violencias inspiradas ideológica y religiosamente, así como en las violencias colectivas, se da esta soledad. En un cierto sentido, no. Pero en otro sentido, en el de la responsabilidad de la que nos habla Levinas, puede decirse que, efectivamente, incluso situado entre la multitud de violentos, el individuo violento está solo, con iniciativa prepotente y aniquiladora ante su víctima. Algo de esto hay en la sacrificialidad que alientan los fanatismos religiosos, o raciales, o nacionalistas excluyentes, etc.
Derrida, reasumiendo a Kierkegaard a su manera, acepta esta crítica de Levinas, aunque aprovecha para hacerla a este su propia crítica. No voy a entrar aquí en ello. Solo quiero señalar que en la objeción levinasiana hay una muy oportuna llamada de atención a toda intención de sacrificar a otro. Ese otro que percibo inicialmente sacrificable, cuando se me muestra como rostro –esa es la gran dificultad y el gran reto, pues pide que me desnude ante él de toda coraza defensiva- me “habla”, incluso en su silencio. Y me habla a la vez desde su altura -me enseña y ordena- y desde su fragilidad -me “solicita”-.
En esta relación asimétrica originaria insuperable, ante él, se me impone el no matar, incluyendo la versión ocultadora de sacrificar. Puedo plantearme, como señala Derrida, “ofrecer mi muerte”, algo que estaría en cierto modo en el sacrificio de Isaac en cuanto sacrificio de Abraham, en cuanto que este se sentiría morir en la muerte de su hijo. Pero, ciertamente, en la disposición de Abraham hay algo más que “ofrecer mi muerte”, algo que no me puedo permitir.
IHU On-Line - Ha completado la presentación de los pensadores que inspiraron su seminario sobre el sacrificio de Isaac. Pero nos ha indicado que, posteriormente, se acercó al pensamiento de Girard. ¿Qué nos dice este sobre el sacrificio?
Xabier Etxeberria Mauleon - Querría comenzar haciéndome eco de su muerte reciente, el 4 de noviembre de 2015, y considerar estas líneas como pequeño homenaje a su vida y obra. Pues bien, aunque trabaja el tema del sacrificio muy ampliamente y en diversos estudios (por ejemplo, en El chivo expiatorio y El sacrificio), formula ya su propuesta fundamental en la que creo es su obra más conocida, La violencia y lo sagrado. En ella, Girard acude a múltiples fuentes etnográficas y antropológicas. Y, quizá con excesiva ambición, teniéndolas presentes en una interpretación que unifica su sentido, propone una teoría general en la que lo sagrado es la matriz clave las culturas, estando a su vez en el corazón de ese sagrado la sacrificialidad.
Considera que la relación entre los hombres está comandada por la imitación adquisitiva, en la que es clave el deseo mimético (deseo un objeto porque lo desea otro), que deriva en rivalidad mimética (el otro es mi rival por el objeto), que a su vez concluye en rivalidad antagonista (el objeto se diluye y quedamos enfrentados el otro y yo). Esta rivalidad genera progresivos círculos de violencia que se configuran sobre todo como círculos de venganza, en dinámicas expansivas que son contagiosas como la peste y que amenazan con destruir la comunidad.
En el paroxismo de la indiferenciación de las violencias, emerge una violencia unánime fundadora, en la que todos dirigen su violencia hacia uno: la víctima propiciatoria. Le transfieren a ella toda violencia, asignándosela como su causa, identificándola así con una potencia maléfica; y, desde el odio colectivo, la ejecutan. Y entonces, milagrosamente, catárticamente, “se hace la paz” en la comunidad. Con lo cual se pasa a transferir a esa víctima el ser la causa de la reconciliación; por tanto, ser potencia benéfica, sagrada, merecedora de adoración. La ejecución pasa a ser vista como sacrificio, en el que lo divino-violento une lo maléfico y lo benéfico.
Ahora bien, hay que prevenir que la violencia se repita. Para ello se idea revivir el acto fundador en los ritos sacrificiales periódicos, institucionalizados. Para los que hay que elegir cuidadosamente a la víctima expiatoria: no porque es culpable, sino porque es adecuada, porque no supone riesgo de venganza; y, además, porque es semejante a los que sustituye, aunque no demasiado. Y se la ejecuta en sacrificio, en la ignorancia relativa de su función sustitutoria y asignando a Dios la reclamación de la víctima. Además, en un contexto religioso de pietas, en el que se hace presente a la vez lo culpable y lo santo. Esta ritualidad sacrificial es una solución precaria y parcial del problema de la violencia, pero tiene la ventaja de que es indefinidamente renovable.
Pues bien, culturalmente todo esto tendría una gran relevancia porque, para Girard, de esa dinámica sacrificial nace el conjunto de las instituciones. Por ejemplo, nuestro sistema judicial sería una concreción y reconfiguración de ella. Este sistema, nos dice: afina el mecanismo sacrificial; reservándose la última palabra de la venganza; abatiéndose sobre la víctima considerada culpable; con una autoridad que, como la sacral, no admite réplica.
¿Tenemos que continuar, aunque sea secularizada y suavizadamente, con esta dinámica mimético-sacrificial que ha sido la matriz de nuestras culturas, si queremos contener la violencia? Girard considera que nos toca cambiar la perspectiva porque, como muestra la experiencia, la contención que logramos es siempre enormemente parcial y precaria. Para reconciliaciones sólidas y sostenibles no tendríamos que plantearnos contener el círculo de la venganza, sino romperlo.
Con esta intención, en su obra El misterio de nuestro tiempo, Girard se vuelve a la propuesta no violenta de Jesús de Nazaret, en la que se rompe ese círculo renunciando a la que se autoconsidera violencia de respuesta, y en la que se sustituyen rituales y prohibiciones por el amor. Esto nos suena, dice Girard, a utopía beatífica, pero es de un realismo absoluto, pues supone el conocimiento de la verdadera naturaleza de la violencia. En Jesús, además, no hay solo una propuesta no violenta, hay una praxis vital antisacrificial. Sus enemigos quieren aplicar con él la dinámica sacrificial (expresada en Caifás, cuando reclama que se le ejecute a Jesús por el bien de todos), pero este, en la parábola de los viñadores homicidas, la desvela desde la inocencia de la víctima, renunciando además a toda venganza.
El problema está en que, a pesar de ello, en la tradición cristiana, ya presente claramente en la Carta a los Hebreos, se reinterpreta sacrificialmente la muerte de Jesús, como única ofrenda adecuada al Padre por nuestros pecados. Hay que enfrentarse, nos exhorta, a esta deriva que tan hondamente ha calado, que desfigura lo que es el Padre y que bloquea la auténtica solución a la sacrificialidad; para lo cual hay que recuperar la inicial interpretación no sacrificial, tan claramente presente en los evangelios.
IHU On-Line - A primera vista se percibe un fuerte contraste entre la problemática sacrificial que aparece en las interpretaciones del relato de Abraham que ha presentado y este enfoque global de Girard sobre el sacrificio. ¿Nos podría comentar algo al respecto?
Xabier Etxeberria Mauleon - El relato abrahámico, confrontado con las tesis de Girard, parece mostrársenos una excepción a estas. Las diferencias saltan a la vista: en el sacrificio de Isaac, el enmarque colectivo (búsqueda del bien del pueblo, de la ciudad) parece no existir, destacándose la soledad del individuo Abraham ante su Dios; generalizando, no se muestra que el sacrificador persiga ningún interés, suponiendo más bien el bloqueo de sus intereses; está claro que sacrifica lo más valioso para él, mientras que en la teoría del chivo expiatorio tiene que haber algún valor en este, alguna semejanza con los sacrificadores, pero a su vez una distancia clara; Isaac en cuanto víctima sacrificial es totalmente inocente, mientras que la víctima expiatoria, aunque no necesariamente sea culpable, tiene al menos que parecerlo para quien la sacrifica.
De todos modos, también el sacrificio de Isaac cumple las condiciones básicas del sacrificio en su sentido más estricto: se sacrifica ante la divinidad y se sacrifica un ser humano causándole la muerte y distinguiendo a esta del asesinato. Sabemos que ha sido más común el sacrificio de animales no humanos, pero ha habido que asignarles una cierta familiaridad con los humanos para que pudiera hablarse de sacrificio.
Las variaciones sacrificiales tienen que mostrarnos que no es fácil una teoría única sobre el sacrificio que incluya todas las prácticas que se han dado. Es cierto que, en general, los sacrificios responden a un interés colectivo en la relación que establecen con lo divino, o, si se quiere, cumplen algunas funciones socio-políticas, en especial: servir de expiación de las culpas, orientándonos hacia la salvación; conseguir favores de la divinidad para el pueblo; realizar deberes con ella, como el de alimentarla ofreciéndole lo que reclama, o el de acabar con los infieles; comulgar con la divinidad, por ejemplo, comiendo la comida sacrificada. Pero caben también, aunque sean raros, enfoques que parecen mostrarse desinteresados.
Y tenemos además el caso de quien se sacrifica a sí mismo, entregando su propia vida, no ya para dar muerte sino para darse muerte. Con la variante del actual terrorista suicida de motivación religiosa que da muerte a otros al dársela a sí mismo. Por último, la remisión a lo divino puede contemplar un amplio abanico en el que más que secularización hay que considerar que se da sacralización de lo secular, o al menos absolutización: sacrificar(se) ante la patria, ante mi comunidad, ante personas concretas…
IHU On-Line - Tras el recorrido hecho hasta ahora y con esta ampliación del panorama sacrificial, ¿puede decirse que el sacrificio tiene hoy sentido? ¿Cuál es su repercusión en la contemporaneidad?
Xabier Etxeberria Mauleon - En su expresión más estricta, teniendo presente la referencia universal de los derechos humanos, tenemos que decir que la práctica del sacrificio es práctica de barbarie. De todos modos, sigue siendo una realidad. De forma explícita, como he ido indicando, cuando se mata en nombre de Dios, para agradarle y obtener su favor y la salvación. Ahora bien, secularizadamente, nos situamos en esta misma dinámica perversa cuando matamos en nombre de la patria o de otro referente humano sacralizado.
La barbarie nazi puede ser leída como una inmensa práctica sacrificial, con el pueblo judío y otros colectivos como chivo expiatorio al servicio del ideal sacralizado de pureza racial. Pensando en concreto en las violencias terroristas, se constata que resulta más fácil sacrificar al chivo expiatorio cuando estamos dispuestos a sacrificarnos nosotros, a arriesgar la vida o incluso a entregarla en el atentado con el que matamos; pero nunca el sacrificio de la propia vida justifica sacrificar la de otros.
Junto a estas prácticas que rechaza toda persona no fanatizada religiosa, ideológica o políticamente, hay otras propuestas y prácticas con fuertes trasfondos sacrificiales que las estamos aceptando masivamente, en la inconsciencia. Pensemos, por ejemplo, en la filosofía utilitarista, que propone como horizonte personal y político para la acción el conseguir el mayor bienestar para el mayor número. Pues bien, ese menor número al que el bienestar no llega “planificadamente” es de facto el chivo expiatorio para que el mayor número lo consiga.
Pensemos, como segundo ejemplo, en “los mercados” globalizados. Funcionan en la práctica como un dios al que se le ofrecen ingentes sacrificios en vidas humanas, en forma de muertes y de pobreza severa que acontecen a causa del funcionamiento propio aceptado de ellos. Esta práctica sacrificial de los mercados se visualiza en grandes crisis económicas como la actual, en las que es reconocida expresamente cuando se habla en términos como estos: “las clases medias y bajas tendrán que asumir importantes sacrificios durante unos cuantos años, porque la única manera de salir de esta crisis es ‘obedeciendo las leyes de los mercados’ (así naturalizados, subjetivizados y sacralizados, cuando son pura creación humana modificable), que son los que piden esos sacrificios (con lo que nos desresponsabilizamos), que tendrán que estar acompañados obligadamente del apoyo público a instituciones que con su mala gestión (por ejemplo, en los ámbitos financieros) provocaron esa crisis, y aunque de rebote resulte que una minoría se enriquezca como nunca”. Evidentemente se impone que desde la sociedad civil organizada desenmascaremos esta práctica sacrificial y nos enfrentemos a ella.
¿Quieren decir todos estos ejemplos que, aunque los sacrificios existan, ha dejado de tener fundamento ético toda referencia a lo sacrificial? Cabe defender que, asumidas con un significado analógico purificador, hay expresiones sacrificiales que pueden seguir teniendo sentido, tanto ético en general como religioso para el creyente. A este respecto, creo que son necesarios criterios orientadores como estos: no se debe sacrificar a los otros, ni en la forma dura de matar ni en las formas menos contundentes de buscar expresamente hacerles sufrir; esto incluye, por supuesto, que no se justifica sacrificar a los otros porque lo hago a través del sacrificio de mí mismo; puedo plantearme la validez y sentido del sacrificarme a mí mismo que no incluya el sacrificio de los otros; no debo considerar ese sacrificio mío como fin sino como algo que me ocurre o que preciso cuando busco el fin de ser solidario con los demás, de amarles, como algo que me adviene por los costes personales que tienen esos compromisos. Esto último puede acontecernos tanto en la vida cotidiana (p.e. cuidando a nuestro padre con Alzheimer) como en circunstancias dramáticas en que está en riesgo nuestra vida y se da por nuestra parte disposición a entregarla (p.e. practicando la resistencia no violenta contra un dictador). Hay sacrificio en todo esto, en cuanto que renunciamos a favor de alguien a algo valioso que nos cuesta, pero se trata de un sacrificio purificado de todas sus derivas inmorales y fanáticas, así como de cualquier masoquismo.
IHU On-Line - Entre sus inquietudes reflexivas y prácticas se encuentra el tema del perdón. ¿Puede establecerse algún nexo entre sacrificio y perdón? ¿Cabe defender que es a partir del sacrificio como surge el “espíritu del perdón”?
Xabier Etxeberria Mauleon - Una de las motivaciones y finalidades más comunes del sacrificio ha sido la de lograr que la divinidad “nos perdone”. Es la finalidad expiatoria. Presupone que consideramos que le hemos ofendido con nuestras faltas, que no hemos respetado su voluntad, que no hemos tenido el comportamiento que espera de nosotros y para “pagar por ello”, le ofrecemos un sacrificio que esperamos que él reciba, saldando así nuestras deudas. Y que de ese modo nos perdone. Sobre la base de que presuponemos que el sufrimiento implicado en ese sacrificio purifica y limpia de culpa. Como se ve, se trata de un perdón muy condicionado por parte de quien perdona (deja de tener en cuenta nuestras faltas solo si nos autocastigamos) y con un arrepentimiento poco auténtico por parte de quien pide perdón (lo pide para evitar un castigo).
En muchas modalidades del sacrificio, además, se da lo que podríamos llamar “expiación por delegación”. En concreto, en la modalidad del chivo expiatorio, tan bien estudiado por Girard. No se autocastiga el culpable, este castiga a otro en el que vuelca su culpa. Con lo cual, el perdón que está en juego es aún más degradado. En definitiva, aquí el perdón acaba siendo una relación comercial.
El afinamiento de las vivencias religiosas fue purificando todo este enfoque, para abrirse a un perdón –recibido y pedido- mucho más rico y auténtico. Lo encontramos expresado muy vivamente en Jesús de Nazaret. Aunque en los textos evangélicos hay algunas ambigüedades, es claro que, en conjunto y de modo marcadamente dominante, nos propone un perdón incondicional por parte de quien perdona, que únicamente espera de quien le ofendió que se dé en él una transformación interior, y nos exhorta a un arrepentimiento centrado en el dolor causado a la víctima.
Ahora bien, curiosamente, como observó con agudeza Girard y ya adelanté antes, se acabó interpretando “el sacrificio de Jesús inmolado en la cruz” no como la consecuencia de una vida volcada en la proclamación de la buena nueva del amor del Padre y en la sanación y liberación de pobres, enfermos y pecadores, lo cual provocó que las autoridades políticas y religiosas le condenaran a muerte, sino como una ofrenda al Padre para que perdonara nuestras faltas y así, por mediación del crucificado, obtuviéramos nuestra salvación.
Es decir, se pasó a percibir el momento clave de la vida de Jesús como sacrificio expiatorio de nuestros pecados. E, incluso, se entró y se entra aún en el cálculo mercantil: como nuestra ofensa a Dios tiene alcance infinito, no por quienes somos sino por quién es él, solo podemos pagarla con un sacrificio infinito, que no podemos hacerlo nosotros, finitos, sino únicamente el Hijo de Dios, que así, con su inmolación en la cruz, nos rescata.
Hay textos neotestamentarios que dan pie a ello, pero pienso que, en una buena hermenéutica, deben ser releídos y relativizados en el marco de los textos del amor y perdón incondicional del Padre y de Jesús, y no al revés; sin que eso deba supener que se renuncia a concebir a Jesús como Salvador, pero por otras dinámicas. Advierto de paso que, como puede verse, no es fácil hablar de sacrificio y mantenerse únicamente en el nivel filosófico de la reflexión. Ahora bien, creo que esta mixtura reflexiva, si es clarificada, es buena tanto para el creyente (aquí el cristiano) como para el no creyente que es lúcido respecto a las raíces religiosas de su cultura.
En definitiva, y volviendo a su pregunta, sí pueden establecerse nexos entre sacrificio y perdón, pero solo acaban siendo positivos si se trata de un sacrificio que tiene un sentido analógico y purificado respecto a su sentido más propio. Entonces sí que permite integrar un perdón fecundo y auténtico.
IHU On-Line - Continuando con el tema del perdón, usted dedica una especial atención a las expresiones públicas del perdón y a su conexión con la justicia. ¿Qué aproximaciones pueden establecerse entre el sacrificio y la justicia restauradora desde la perspectiva de las víctimas?
Xabier Etxeberria Mauleon - La justicia ante el delito se ha concretado históricamente, de modo muy dominante, como castigo para el delincuente. Este castigo, a su vez, ha tenido y tiene diversas intencionalidades, que suponen diversos modos de entender la justicia penal: la de hacer sufrir al penado un sufrimiento equivalente al que él causó, la de conseguir a través de él una cierta reparación del daño que experimentó la víctima, la de prevenir futuros delitos y así proteger a la sociedad, la de sanar al culpable con el sufrimiento del castigo según el esquema de la expiación, la de rehabilitarle para que pueda volver a integrarse en la sociedad. En todas estas intencionalidades, se pretende hacer el bien de justicia a través del mal del castigo.
Pues bien, la justicia restaurativa cambia la perspectiva. Arrincona en sí el castigo. Y se realiza a través de procesos en los que gracias a la relación entre víctima y victimario, amparada por facilitadores, ambos se restauran en lo que fue destruido en ellos por la violencia criminal, porque el crimen también destruye en su humanidad a quien lo comete. Debe cumplirse una condición decisiva: que los procesos de los principales implicados, confluyendo entre ellos, sean moralmente asiméticos, salvando así de la impunidad.
En la víctima esto suponen afinamiento de su vivencia de inocencia; en el victimario, arrepentimiento auténtico y transformación interior radical de su relación con quien dañó; en ambos, aportan una sanación reparadora. Un enfoque así revierte contundentemente la dinámica de la venganza, la que otras modalidades de la justicia de fondo sacrificial, pretenden solo contener.
Para hacerse cargo del alcance, e incluso de la problematicidad práxica de la justicia restaurativa habría que desarrollar mucho más este breve apunte sobre ella. Pero, aparte de que esto desborda el objetivo de esta entrevista, los lectores de IHU tienen ya bastantes consideraciones mías sobre ello en el número 475, al que me remito, así como al Cuaderno IHU-Ideias, nº 226 que recoge mi texto sobre “Justicia y perdón”.
Con lo apuntado, pues, basta para responder a la pregunta que usted me hace. En la justicia restauradora hay una potente relación con ese perdón que se sustrae a una lógica sacrificial que en la víctima reclama castigo para el victimario y que en este reclama autoasunción del castigo como expiación. El foco está ahora en otro lado, en la sanación, que se realiza por otras dinámicas: las que contemplan la realización de los derechos de verdad, reparación y memoria de la víctima, reclamados en la apertura de esta a colaborar con la transformación interior del victimario, y las que en este expresan colaboración con la realización de esos derechos asentada en esa transformación que le hace ser moralmente exvictimario.
IHU On-Line - ¿Le gustaría agregar algún aspecto que no fue considerado en las preguntas anteriores?
Xabier Etxeberria Mauleon - He respondido a sus preguntas en torno al sacrificio situándome dominantemente en el marco reflexivo de la cultura occidental, aunque he intentado expresarme con formas tales que no solo acojan sus variaciones internas sino que estén en posibilidad de dialogar con otros enfoques culturales de la temática sacrificial.
Este diálogo intercultural es muy importante, y sería bueno que nos animáramos a hacerlo. Pensando en América Latina, a la que visito con frecuencia, pensando en los pueblos indígenas, con quienes he tenido muy enriquecedoras experiencias de colaboración mutua, aquí tal diálogo debería hacerse privilegiadamente con la tradición sacrificial propia que estos pueblos han tenido, con las huellas que ha podido dejar, con las dinámicas antisacrificiales liberadoras que hayan vivido; también con la durísima sacrificialidad sufriente e impuesta que para ellos supuso la conquista europea –la de los sacrificadores- y que puede estar perviviendo en determinadas zonas. Es ciertamente un tema complejo, porque, por ejemplo y respecto a lo primero, el grueso de los testimonios escritos que se tienen de tiempos de la conquista sobre los sacrificios indígenas son, mayoritariamente, de los conquistadores, con su correspondiente tendenciosidad. Pero es bueno hacer luz sobre todo ello, dialogar, extraer consecuencias para la praxis social compartida, sobre la base de los estudios ya realizados. De todos modos, dejo aquí esta cuestión porque reconozco mis carencias para desarrollarla más.
Espero, en cualquier caso y ya para terminar, que haya quedado claro que la temática sacrificial es algo más que una curiosidad académica. Es algo muy relevante para nuestra convivencia en justicia y fraternidad.
Por Márcia Junges | Traducción: Carolina Cerveira