¿Es realmente incompatible el capitalismo con la democracia?

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10 Abril 2019

"En la izquierda es popular sugerir que el capitalismo y la democracia son incompatibles. El argumento es simple: la política ya no puede controlar la economía como lo hacía en tiempos del Estado de Bienestar y de la socialdemocracia. Pero quizás este planteo sea incorrecto", escribe Sheri Berman, em artículo publicado por Nueva Sociedad, 05-04-2019. La traducción és de Carlos Díaz Rocca.

Vea el artículo aquí.

Para la mayoría de la izquierda, la historia de las últimas décadas es algo así: durante la posguerra, la regla era la «primacía de la política»; los gobiernos democráticos, particularmente en Europa, configuraban activamente los resultados económicos como respuesta a las necesidades de sus ciudadanos. A finales del siglo XX, este orden de posguerra comenzó a decaer y hoy los mercados dominan la política, con lo cual los gobiernos democráticos son incapaces de influir en los resultados económicos y responder a las necesidades de los ciudadanos. En su lugar, quedan a cargo los capitales y las empresas «golondrina».

Thomas Piketty, por ejemplo, ha sostenido de manera influyente que el capital sigue sus propias leyes, que no pueden ser contrarrestadas por los gobiernos democráticos. De modo similar, Wolfgang Streeck afirma que el capitalismo inevitablemente subvierte la democracia; es, en sus propias palabras, una fantasía «utópica» creer que ambos pueden reconciliarse. Claus Offe está de acuerdo, y afirma que hoy «los mercados marcan la agenda política» y «los ciudadanos han perdido su capacidad de influir en el gobierno».

Pero supongamos que esto es incorrecto. Supongamos que la democracia está ahora tan «a cargo» como lo estuvo durante la posguerra. Supongamos que nuestro orden económico actual no fue el resultado de la dinámica ineluctable del capitalismo o los mercados, sino más bien la consecuencia de decisiones políticas deliberadas tomadas por gobiernos democráticos. Y supongamos que los impulsores y beneficiarios más importantes de estas decisiones no fueron las empresas golondrina, sino personas como los lectores.

Un nuevo y provocativo libro

Esa versión alternativa es la que surge de un nuevo y provocativo libro de dos conocidos e influyentes economistas políticos, Torben Iversen y David Soskice: Democracy and Prosperity: Reinventing Capitalism Through a Turbulent Century [Democracia y prosperidad. Reinventar el capitalismo a través de un siglo turbulento] (Princeton UP, Princeton, 2019). Según ellos, la historia de las últimas décadas es más o menos así.

La aparición de nuevas tecnologías de la información y las comunicaciones a finales del siglo XX hizo posible, mas no inevitable, un nuevo orden económico. Para que el capitalismo se transformase, fueron necesarias reformas masivas. Por ejemplo, en comparación con las economías industriales fordistas, las economías basadas en el conocimiento requieren una innovación y una toma de riesgos constantes, así como trabajadores con gran formación y flexibilidad. Y estas, a su vez, requieren políticas gubernamentales que fomenten la competencia, promuevan nuevos productos financieros y amplíen la educación superior.

Estas reformas implican cambios regulatorios e institucionales masivos, por lo que solo los Estados con altos niveles de capacidad y legitimidad pueden llevarlas a cabo, con lo cual la transición a economías basadas en el conocimiento ocurrió antes y llegó más lejos en las democracias avanzadas. Los países de ingresos medios, con Estados débiles y, a menudo, no democráticos, son generalmente incapaces de implementar tales reformas. Y las dictaduras como la Unión Soviética, «que podría decirse que en los años 70 y 80 tenían la experiencia en computación científica centralizada como para evolucionar hacia una economía del conocimiento», también tienen dificultades para hacerlo, ya que las reformas necesarias requerirían que los líderes cedieran control político y económico.

Hasta aquí, esta historia, quizás irónicamente, pueda ser asociada a una familiar para la mayoría de los lectores de Social Europe: aquella contada por Karl Polanyi en La gran transformación (aunque Iversen y Soskice, curiosamente, no la mencionen). Así como Polanyi sostenía que la transición al capitalismo no fue el resultado de la ineluctable expansión de los mercados, sino más bien la consecuencia de decisiones políticas concretas, Iversen y Soskice argumentan que la transformación del capitalismo en el siglo XX fue el resultado de decisiones tomadas por gobiernos democráticamente elegidos.

Pero van más allá. Iversen y Soskice no solo rechazan la idea, hoy cada vez más de moda en la izquierda, de que el capitalismo y la democracia son incompatibles. Argumentan incluso que son mutuamente dependientes, ya que sin Estados fuertes y legítimos el capitalismo no podría reinventarse constantemente.

Y la democracia no es simplemente el «comité ejecutivo», como diría Lenin, de empresas golondrina: la mayoría de los analistas exageran enormemente su poder, según Iversen y Soskice. A diferencia de las empresas cuya actividad involucra baja calificación, que pueden moverse geográficamente con facilidad, las empresas basadas en el conocimiento dependen de entornos regulatorios, financieros y educativos particulares, así como de trabajadores con buena formación que son difíciles de trasladar, especialmente a otros países. Este arraigo geográfico significa que aunque las empresas basadas en el conocimiento «pueden ser poderosas en el mercado, tienen poco poder estructural, y la competencia [las] hace políticamente débiles».

Demandas de la clase media

Si el capital golondrina no impulsó la transformación del capitalismo o las decisiones gubernamentales en general en los últimos tiempos, ¿quién lo hizo?

Los políticos quieren ganar las elecciones y para hacerlo deben convencer a los ciudadanos, especialmente a aquellos que más probablemente votarán y participarán en política, de que respondan a sus intereses. Y así, las «expansiones en la educación superior, la financiarización, la liberalización del comercio y la inversión extranjera directa, las metas de inflación y las fuertes reglas de competencia fueron finalmente instituidas o reforzadas», debido al «deseo» de los políticos de «responder a las demandas de la clase media para mejorar los niveles de vida».

Pero a medida que el capitalismo se transformó, también lo hicieron las clases y las relaciones entre ellas (aquí agregamos una pizca de Marx a nuestro Polanyi). Las empresas basadas en el conocimiento están altamente concentradas en áreas urbanas, donde se ubican empresas similares y trabajadores de elevada formación, y tienen lugares de trabajo altamente segregados que permiten poca mezcla entre la clase media y la clase obrera. Mientras tanto, los trabajadores poco calificados se han concentrado cada vez más en ocupaciones del sector de servicios de baja productividad. Así, el capitalismo avanzado produce una nueva clase media, cuyas experiencias e intereses de vida difieren enormemente de los de las antiguas clases medias y obreras. Y debido a que las nuevas clases medias están altamente concentradas en áreas urbanas particulares, los nuevos conflictos de clase han llevado a nuevos conflictos geográficos (las grandes ciudades en contra de las periferias). Las consecuencias políticas de esto son profundas.

El arraigo en las ciudades cosmopolitas, la educación extensiva, los diversos contactos sociales, etc., hacen que la nueva clase media sea más progresista en lo social que las antiguas clases medias y bajas. De nuevo, volviendo a Marx, Iversen y Soskice insisten en que «los progresistas en lo social y los populistas están arraigados en diferentes partes de la economía»; es incorrecto, por lo tanto, «separar sus valores de la realidad económica subyacente». Iversen y Soskice rechazan así la tendencia dominante en los análisis de la política estadounidense –y cada vez más frecuente, también, en los análisis de Europa– de hacer foco en las actitudes sociales o en una «reacción cultural» cuando se trata de explicar los patrones de votación o las tendencias políticas contemporáneas, ya que tales análisis no toman en cuenta las causas estructurales más profundas de los problemas contemporáneos.

Pero si su posición en la economía del conocimiento hace que los miembros de la nueva clase media sean progresistas en lo social, también puede hacerlos menos progresistas en lo económico, ya que ni sus intereses ni sus experiencias de vida tienen mayor contacto con los de las antiguas clases medias y bajas. Aquí radica la razón principal por la cual la creciente desigualdad que acompaña la transformación del capitalismo no ha sido contrarrestada eficazmente por una mayor redistribución: la antigua clase media es hostil a los pobres y la clase media ascendente no está interesada en la difícil situación de la clase media en decadencia; hay que culpar a la manera en que funciona el sistema democrático, no al poder político del capital.

Cambio transformador

Entonces, ¿dónde nos deja todo esto? Hay motivo para abrigar esperanzas, ya que la democracia tiene el poder de efectuar un cambio transformador. Y dado que son principalmente los votantes, particularmente los «ganadores» de la economía, y las coaliciones entre ellos, y no las empresas, quienes determinan qué hacen los gobiernos, el requisito previo para tal cambio es aumentar el apoyo de ellos y de las coaliciones a favor de la redistribución.

La clave aquí es la movilidad social. La movilidad une los intereses de los miembros de diferentes clases: que quienes están en el extremo inferior puedan tener expectativas de ascenso para ellos o sus hijos, y los que están en el extremo superior no puedan estar seguros de que ellos o sus hijos no descenderán en la escala. En un mundo de alta movilidad, la «brecha de intereses» entre las clases disminuye y los mensajes de que «todos estamos en el mismo barco» o de «cooperación entres clases» tienen más sentido. Por el contrario, cuando hay poca movilidad social, las antiguas clases medias y bajas se vuelven susceptibles a los populistas que «atacan los símbolos de la nueva economía, una economía de la que ellas y sus hijos sienten» que han sido excluidos de forma permanente.

El populismo prospera, en otras palabras, allí donde la democracia no brinda oportunidades para todos. Iversen y Soskice presentan datos muy interesantes sobre la diferencia entre las actitudes populistas y el voto a los populistas, y muestran que «donde hay pocas barreras a la buena educación y a la capacitación, los valores populistas son mucho menos predominantes». (También argumentan que existe una fuerte tendencia a que las personas menos capacitadas voten a los populistas, incluso haciendo control de variables). Y ampliar las oportunidades significa, sobre todo, ampliar el acceso y mejorar la calidad de la educación, ya que la educación determina si los «perdedores» y sus hijos tendrán la oportunidad de convertirse en «ganadores» mediante la adquisición de nuevas capacidades.

Muchos de la izquierda seguramente estarán en desacuerdo con algunos aspectos del análisis de Iversen y Soskice. Pero los debates sobre cómo se desarrolla el capitalismo y las condiciones bajo las cuales la democracia puede influir en los resultados económicos para beneficiar a la mayoría de los ciudadanos son absolutamente cruciales para que la izquierda prospere y el populismo sea contrarrestado. Ojalá la democracia y la prosperidad ayuden a impulsar este debate.

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